Ángeles de petróleo

Aquí estamos de nuevo con la sección, Jóvenes escritores, donde vosotros tomáis la palabra.

Recordad que cualquier alumno del I.E.S. O Couto puede participar en esta sección y que el texto no debe contener faltas de ortografía ni errores graves de expresión y redacción.

Si lo necesitas, puedes pedirme ayuda para la corrección o enviarme una copia por correo para su revisión.

¿Te animas? Pincha aquí.


Este cuento es de Iria (3ºB):

un magnífico relato de terror psicológico que engancha y estremece.

 

  

ÁNGELES DE PETRÓLEO

Como cada noche, bajó vagamente por las viejas escaleras. El temor se apoderaba de ella siempre que debía entrara en aquel cuarto, en el que le daba la sensación de que las sombras acabarían tragándola si no se apresuraba. Siguió bajando, con el miedo aún en la boca de su garganta y aguantando las ganas de retroceder. Lo que escondía ese cuarto era demasiado valioso como para dejarlo escapar.

Al llegar al final de la escalera, encendió la luz del candil y, como cada noche, empezó buscando por las esquinas del salón. Cuando inspeccionó cada una de ellas, no vio nada más que polvo y alguna que otra araña que huía cuando era iluminada.

Buscó debajo de los muebles, entre cajas y en cada uno de los espacios del cuarto en los que cabría un ser de ese tamaño pero, como siempre, no encontró nada.

Ya se iba a dar por vencida y a volver por fin a su cuarto, entristecida por no haber sido capaz de hallar a aquel magnífico espécimen que la había empujado a bajar a buscarlo cada noche, cuando escuchó el descenso de  un par de alas detrás de ella.

Giró temblorosa la cabeza e iluminó lentamente al monstruo. Después de tanto tiempo, al fin se había dejado ver.  Lo primero que le llamó la atención fueron sus ojos ambarinos. La miraban tan asombrados como posiblemente los de ella a él. Eran grandes, con unas pupilas finas y alargadas como las de los gatos, y los globos oculares de un color rojo fuego, en el que bombeaba aquella preciada sangre negra que tan loca la volvía. Su cara, ahora con una expresión de asombro, era hermosa. El pelo rubio le caía delante de ella como dos cascadas doradas. Tenía un cuerpo muy delgado, esquelético,  y era tan alto que se encorvaba hasta el punto de formar un arco perfecto por el que ella podría par sin ningún problema. Pero lo que llamaba más la atención de él eran sus alas, casi tan grandes como su cuerpo. Con el paso del tiempo se le habían ido cayendo las blancas plumas y ahora sólo quedaba una estructura de largos huesos recubiertos de una fina piel sobre la que colgaban un par de plumas sucias y llenas de polvo.

La chica se agachó lentamente, sin dejar de mirar al ser a los ojos. Levantó la falda de su camisón y sacó un cuchillo de cocina manchado de su bota derecha.

Se acercó a él muy despacio con el objeto escondido tras la espalda. El temor a que la atacar o acabara escapando otra vez era tan grande que empezó a cantar una nana para calmarlo. La dulce melodía provocó que él afirmara aquel sentimiento hacia la joven que tanto tiempo llevaba temiendo al espiarla tras los rincones, y acabó dejándose tocar por ella.

Cuando estuvo lo bastante cerca de la bestia como para poder ver a través de su piel, dejó de cantar y, rápidamente, sacó el cuchillo para así clavárselo en la espalda.

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Ya no era capaz de recordar el tiempo que llevaba en esa celda, tampoco recordaba con exactitud cómo había llegado allí, sólo cómo le clavaron el cuchillo y lentamente fue cayendo al suelo desangrado. Los primeros días podía escuchar los alaridos de dolor de otro desafortunado que debía estar situado en la celda contigua, pero con el tiempo aquellos gritos y lamentos se fueron apagando hasta desaparecer.

Aparecía de vez en cuando. Unas veces con aquellos instrumentos químicos de tortura, capaces de provocar un sufrimiento extremo sin dejar señal física. Otras, en cambio, le propinaban una brutal paliza con los puños desnudos, o se entretenían hurgando en sus zonas más sensibles con diferentes objetos cortantes y punzantes. Las drogas que le suministraban hacían que los tiempos entre cada sesión parecieran hacerse eternos. Intentaba poner la mente en blanco para huir de las alucinaciones, pero el mínimo ruido le provocaba otra taquicardia, el terror se apoderaba de su mente y solo sus lamentos y súplicas podían aplacar el miedo.

La última vez que se abrió la puerta, nadie entró. Se acercó tembloroso hasta el final del pasillo y abrió una segunda puerta. Una potente luz azulada cegó sus ojos ámbar al tiempo que aparecía ante él aquella figura femenina de la que se había enamorado, para sacar las últimas gotas de petróleo de su interior y acabar  al fin con su vida.


¿Qué te ha parecido? ¿Te ha dado miedo? Déjale un comentario a Iria.
 

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